El nombre lo dice casi todo. Un hotel para inmigrantes. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que los extranjeros eran recibidos con entusiasmo y un Estado entero se volcaba para tratarlos bien, para convencerlos de que se quedaran a poblar unas tierras ricas y necesitadas de mano de obra. Ese Estado era el argentino, y el lugar de la escena que impresiona vista en la era de Trump es el puerto de Buenos Aires. Ahí, a pocos metros del muelle donde atracaban los barcos que venían de Europa repletos de campesinos italianos y españoles, se conserva intacto un inmenso edificio construido expresamente en 1911 como hotel de inmigrantes y utilizado hasta 1953 para “recibir, orientar, cuidar y alojar” a las decenas de miles de personas hambrientas y desarrapadas que llegaban atraídas por el sueño americano.
Un paseo por el hotel, hoy un enorme y luminoso museo gratuito poco conocido, que está al lado de los ferrys que llevan a Uruguay, traslada rápidamente a esa época de maletas de cartón y pasajes en tercera clase que sacó a media Europa del hambre. Al final de la visita, los hijos, nietos o biznietos de inmigrantes –casi todos en este país, tanto que se usa mucho la broma “¿de quién descienden los argentinos? De los barcos”- podrán buscar su apellido en una lista informatizada de millones de fichas para encontrar a su padre, a su abuelo, su bisabuelo, saber qué día llegó, en qué barco, cómo se registró.
Los extranjeros vivían allí hasta que encontraban trabajo o alguien que los ayudara. Aprendían oficios, descansaban del durísimo viaje en barco durante casi un mes, se curaban enfermedades. Todo era gratis. Un servicio público para atraer más inmigrantes a estas “tierras abiertas”, como dice un locutor entusiasta en un vídeo de propaganda de la época en el que se ve como es recibida con pañuelos la entrada de un barco italiano en el puerto. El narrador cuenta orgulloso a los argentinos que el Estado financió el viaje. Entonces era lo normal, hoy parece inimaginable.En otro vídeo se ve al general Perón participando en fiestas regionales españolas e italianas en Buenos Aires.
La idea de país abierto, que aún hoy persiste en Argentina pese a que sufre un 30% de pobreza y ya no atrae como antes, está en el preámbulo de su Constitución, de 1853: “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Entre 1881 y 1914, el momento de la explosión migratoria, el país recibió más de cuatro millones de extranjeros, entre ellos dos millones de italianos y 1,4 de españoles. Entonces había otros hoteles de inmigrantes, menos lujosos que el inaugurado en 1911, cuando Argentina era el sexto país más rico del mundo. Las sucesivas guerras, persecuciones religiosas y hambrunas convirtieron al país austral en el destino de todos los que huían de algo. Allí todos se mezclaban en categorías muy generales, que aún resisten: los españoles son “gallegos”, los italianos “tanos”, los musulmanes “turcos”, los judíos “rusos”.
Las fotos de la época, que se exhiben en el museo dependiente de la Universidad Nacional Tres de Febrero, muestran el contraste de la miseria de los recién llegados, vestidos casi con harapos, y el lujo del hotel, un edificio entonces muy moderno, con enormes ventanales, mesas de mármol en las que comían por turnos los recién llegados, grandes pasillos y paredes de azulejo.
Todo, hasta las amplias escaleras por donde bajaba el agua, estaba pensado para mantener la higiene, al estilo de un gran hospital. “Yo tenía cinco años cuando llegué, en 1950”, recuerda Mercè Quixal, hoy bibliotecaria del casal de Catalunya en La Plata. “En el barco, que salió de Génova e hizo escala en Sicilia, vimos mucha miseria. Nos llenaron de piojos. Cuando llegamos fuimos directos al hotel de Inmigrantes porque nosotros no teníamos familia ni nadie que nos esperase. Volví hace 10 años y fue una emoción enorme, me temblaron las piernas, sobre todo cuando vi las escaleras de mármol, que están igual, y en las que nos pasamos horas y horas jugando con otros niños. Estuvimos tres días en el hotel de Inmigrantes y no salimos de ahí. Nos atendían bien, nos daban de comer por turnos en un comedor gigante y dormíamos en unas camas sin colchones ni almohadas”, recuerda.
Los niños también jugaban en los jardines de alrededor mientras los padres vagaban por la ciudad a la búsqueda de un empleo para poder empezar. En el patio les ponían caballos, un animal básico en las enormes extensiones argentinas con el que muchos de los que vivían en las ciudades europeas no habían trabajado nunca. La idea era que se familiarizaran con el nuevo mundo.
También les enseñaban a usar maquinaria para campos grandes. Muchos eran campesinos, pero no habían salido de la azada de los minifundios gallegos o italianos. En los libros de registro que se exhiben en la muestra, escritos a mano, se ve que la mayoría entraba como “contadino” (campesino) y “católico”. Pero muchos mentían, pensando que así les tratarían mejor. Por las noches les ponían películas instructivas del campo argentino, del país, trataban de motivarlos con propaganda.
No era un lugar de encierro, ni de cuarentena como la isla de Ellis en Nueva York. Podían entrar y salir libremente cuando quisieran y deambular por la ciudad.
El hotel podía albergar hasta 3.000 personas que dormían en enormes salas para 250 camastros. Hombres en un piso, mujeres y niños en otro. Comían en turnos de 1.000. En teoría, solo podían estar cinco días, el tiempo para encontrar un trabajo en un país entonces llena de oportunidades, sobre todo en los inmensos campos de la pampa, una de las tierras más fértiles del mundo. Pero Marcelo Huernos, el historiador que se encarga del museo, asegura que había mucha flexibilidad, y hay casos de personas que estuvieron meses porque no encontraban trabajo o tenían algún problema.
Por mucho que los trataran bien al llegar, emigrar era muy duro, y según Huernos casi un 50% de las personas regresaban pasado un tiempo porque nunca consiguieron adaptarse o porque ya habían acumulado el capital que fueron a buscar. Castelao, el escritor, por ejemplo, viajó siendo un bebé y volvió con 14 años, en 1900, cuando sus padres decidieron regresar a Galicia. En 1940, exiliado, emprendió el viaje de vuelta. La dureza de la emigración no ha cambiado mucho desde entonces. Pero sí el modo en que se la recibe.
En la foto se observa una imagen del comedor del Hotel de Inmigrantes del Archivo General de la Nación.
Carlos E. Cué – Mar Centenera (Publicado en El País el 29.08.2017)