La revolución gastronómica: el salto de la cocina francesa del palacio y el nacimiento de los restaurantes

Todo cambió, a partir de ese 14 de julio de 1789 el mundo no fue igual y por supuesto, la gastronomía tampoco. La revolución que estalló por falta de comida terminó revolucionando las cocinas.

El hambre es uno de los grandes motores de la humanidad, pero, por supuesto, no el único. Es un factor común de muchas revoluciones; es el factor sin ideología, sin preceptos, sin contradicciones, pero a este factor material necesariamente se le debe acoplar un factor conceptual: una consciencia de cambio, una pérdida de legitimidad en el sistema imperante. Un factor conceptual que se gesta durante décadas y que se conjuga en un momento determinado con un estallido, con un factor material, con el hambre, con la sensación de que ya no hay nada que perder, que la continuidad de las cosas o la muerte son casi lo mismo, que vale la pena dar la vida o que la vida así, ya no vale la pena. En ese momento, es cuando ocurren los grandes cambios, los quiebres, las revoluciones.

En este contexto, ocurrió la mítica Revolución Francesa, la cual enterró -literalmente- a su monarquía absolutista y terminó con el sistema feudal. El hambre de algunos, curiosamente, produjo, a mediano plazo -en menos de dos décadas- que muchos pudieran acceder a la alta cocina, a las mejores comidas del mundo que hasta ese momento estaban restringidas a las mesas de los grandes castillos: los efectos impensados de la revolución que marcó el inicio de nuestra era, de la Edad Contemporánea.

“Nadie puede saber qué fue la vida del buen comer si no vivió los últimos tiempos del Antiguo Régimen”, afirmó Brillat-Savarin, el primer teórico de la gastronomía. Es cierto que la gastronomía francesa vivió una época de esplendor y cambio durante el siglo XVIII. También es cierto que esa gran cocina era accesible para muy pocos y, el problema aún más grave es que esa cocina para pocos era posible a costa de la escasez de muchos.

Durante el siglo XVIII la cocina francesa fue el gran faro de la gastronomía occidental. Se trató de una cocina que terminó de romper con las ataduras medievales, que dejaba atrás la superposición y mezclas de sabores potentes dulces y salados, el uso excesivo de especias exóticas del “fin del mundo” para tapar cada producto, la sobreutilización de salsas ácidas y espesantes como el pan o las grasas animales. En resumen, se pasó de una cocina sobrecargada y grandilocuente que enmascaraba los productos a una más despojada y sutil en donde la materia prima toma el protagonismo.

La manteca, los huevos y las hierbas frescas pasan a ocupar el centro de la escena, nace el roux -espesante de manteca y harina- y con ella, la salsa bechamel o blanca, quizás la más relevante de todas las salsas. Aparecen la mayonesa, los fondos oscuros y muchas de las que todavía hoy conocemos como salsas madres. Se consolida la idea de que los platos dulces se sirven luego de los salados y que debe haber una sucesión que va desde las comidas más suaves hacia las más potentes. Cocineros como La Chapelle o De La Varenne son algunos de los grandes artífices de esta nueva y gran cocina francesa de palacio que se basa en combinar sabores, no superponerlos.

“Si no tienen pan, que coman brioche”

La cocina francesa vivía una época de esplendor, es cierto, pero no así su pueblo. La población de Francia había crecido durante el siglo XVIII casi un 50% pero el acceso a la comida se hacía cada vez más difícil. Los precios de los alimentos habían aumentado un 65% en las dos décadas previas a la Revolución y los impuestos ahorcaban a las clases bajas; el pan, el alimento básico de tantos, era cada vez más inaccesible. La cosecha de 1788 fue realmente mala, lo cual provocó mayores aumentos en el precio del trigo y hambruna para muchos: el campesino se había quedado sin materia prima para vender y los sectores urbanos, sin poder adquisitivo para comprar. Los disturbios empezaron a desencadenarse en el interior de Francia hasta que, a inicios de 1789 llegaron a París. A la monarquía no se le ocurrió mejor idea que reprimir y asesinar a su pueblo hambriento y en cólera, lo cual solo alimentaba la llama más y más.

Las revueltas del hambre en toda Francia se hicieron cada vez más incontenibles y, como manotazo de ahogado, Luis XVI convocó a los Estados Generales -una asamblea compuesta por los tres estamentos sociales: la nobleza, el clero y el pueblo-. Sin embargo, en ella, la nobleza se negaba a aceptar las reformas exigidas por el pueblo: cambios en el sistema tributario y renunciamiento a muchos de sus privilegios. La cosa ya estaba juzgada, pero los tiempos históricos son siempre más lentos que los tiempos simbólicos.

“El fantasma de la ciencia” se extendía por Europa, y la iglesia y la nobleza veían atacadas sus legitimidades supraterrenales, el clima de época exigía cambios. Por aquellos años aparecía la máquina a vapor, la física newtoniana se consolidaba, la independencia de los Estados Unidos resonaba, la química moderna de la mano de Lavoisier se imponía, Mozart y Beethoven componían las sinfonías más hermosas, la clase medía era cada vez más y más ilustrada y se sentía injustamente excluida; lo terrenal vencía frente a lo espiritual.

El 14 de julio, mientras se celebraba la Asamblea Nacional Constituyente en Versalles, los insurrectos tomaron la Bastilla: antigua cárcel símbolo del poder discrecional del rey. Era un ataque simbólico a las entrañas del viejo sistema absolutista. Otra de las famosas estocadas finales contra la monarquía sucedió a principios de octubre y fue conocida como “la marcha de las mujeres hambrientas a Versalles”, de aquel episodio proviene la falsa, pero ilustrativa frase de María Antonieta: “Si no tienen pan, que coman brioche”, aunque no cierta, una buena metáfora de la reacción de los reyes frente a las exigencias de su pueblo.

La historia acabaría con la pena de muerte para ambos cuatro años más tarde. En aquel 1789, la Revolución eliminaría la servidumbre, los diezmos de la iglesia y por supuesto, aboliría los privilegios de la nobleza. Además, y fundamentalmente, establecería el derecho a la propiedad y proclamaría la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano -todos nacemos libres e iguales-. El orden social feudal había muerto de un día para otro, pero no así los problemas del país y de su gente: las revueltas y el hambre continuaron los años subsiguientes, la escasez de alimentos fue moneda corriente hasta 1797.

De la cocina del castillo, al restaurante

Con la caída de la nobleza no solo unos muchachos se daban cuenta que su sangre ya no era tan azul, sino que, con ellos, se derrumbaba toda una estructura simbólica y material que llevaba siglos imperando. Y dentro de esa estructura se encontraban sus cocineros personales. Todos los grandes cocineros que podamos nombrar anteriores a 1789 desarrollaron su arte dentro de los castillos, para pocos, no existía, aún, la idea de ofrecer una gran comida para el que pudiera o quisiera pagar por ella.

Así, con el asesinato, huida o destierro de sus amos, la Revolución Francesa dejó sin su cometido a los grandes cocineros de Francia. Y estos, debieron reconfigurarse, adaptarse a los nuevos tiempos. El profesional del Antiguo Régimen sucumbió frente al cocinero moderno. El cocinero pasó a ser libre y bajo esa libertad, es ahora él quien decide qué y cómo se come, ya no más su patrón, ya no es más rehén de sus caprichos y prisionero de sus gustos. Ahora, es el cocinero moderno quien impone el saber y les propone a sus clientes los sabores. El poder pasa a estar en las cocinas y ya no, fuera de ellas. Y con esto, toda la gastronomía da un gran salto: con la libertad existe la creación.

Los grandes chefs “desocupados” tuvieron que crearse sus nuevos puestos de trabajo; empezaron a ofrecer su saber en esos comercios que reproducirían, en parte, aquellos servicios palaciegos, pero ahora, para todos aquellos que pudieran pagarlo: “egalité” siempre que tuvieras la plata, por supuesto. La gran novedad revolucionaria fue que el dinero se transformó en la única legitimidad moderna. El buen comer se democratizó mientras que se eliminaron las restricciones comerciales del pasado, lo cual posibilitó el acceso a muchos más productos. La vida mundana y el hedonismo se encontraron en pleno auge, y en este contexto, el comer y el cocinero pasaron a tener un papel fundamental en esa formación del placer cotidiano y finito que rompe con la idea de una vida de paso para llegar al paraíso.

Estos recientes locales de comida comandados por los ex cocineros de la nobleza y destinados a la nueva clase dominante, la burguesía, adoptaron un nombre novedoso: Restaurante. Para 1790 funcionaban en París unos cincuenta restaurantes y para principios del siglo XIX ya había más de dos mil -con la llegada de Napoleón y la expansión del Imperio Francés, París se volvió una ciudad rica-. La moda de este nuevo y elegante establecimiento de comidas, el restaurante, se extendería por toda Europa en aquellos años.

De restauradores de fuerzas a la alta cocina

Pero, cuál es el origen del concepto de restaurante y qué diferencias tenía con aquellos otros espacios donde se ofrecía comida hasta ese momento.

“Venid a mí, hombre de estómago cansado, y yo os restauraré”, decía el cartel de la puerta del local que un tal Boulanger abrió en el centro de París en 1765. Hasta ese momento, se llamaban restaurantes a los caldos, justamente restauradores o tonificantes, destinados a reparar fuerzas después de enfermedades o largos trajines. Así, este local de la Rue Des Poulies se transformó en el primer restaurante de la historia, no en la concepción moderna de la palabra, sino por servir solamente caldos reconstituyentes. Sin embargo, con el pasar de los años, su carta se amplió y diversificó, y su “restaurante” se volvió famoso y un modelo a seguir.

A diferencia de sus contemporáneos -muchos de ellos, postas en el camino o lugares destinados a dormir y comer- como la tasca, la taberna, el mesón o le traiteur; los restaurantes se consolidaron como establecimientos más limpios y elegantes, destinados a otro público y con intenciones de brindar un servicio más cuidado y no ser, un espacio popular y sucio donde se iba a beber generosamente en mesas comunes y solo se ofrecían piezas enteras: un capón, una liebre o una gallina. Con el restaurante aparece la carta, una gran novedad de la época; la posibilidad de que el comensal elija qué quiere comer frente a una gran variedad de platos. Hasta ese momento, imperaba el plato del día o siempre las mismas dos o tres opciones.

Hasta la existencia de los restaurantes, el lugar de reunión y concertación de las nuevas clases medias eran los cafés. Así lo relató Mostesquie a mediados del siglo XVIII: “Si yo fuera soberano cerraría los cafés, porque quienes frecuentan esos lugares se calienten la cabeza de forma enojosa. Preferiría verlos emborracharse en las tabernas, allí, al menos, solo se harían daño a sí mismos”.

En 1782, Antoine de Beauvilliers, ex officier de bouche -oficial de boca– del conde de Provenza abrió, sobre el Palais-Royal, el primer restaurante moderno: fue el primero en ofrecer alta cocina en un ambiente elegante con un servicio impecable a cambio de dinero, democratizando así, la experiencia de comer y ser servido como solo se hacía hasta aquel momento en los palacios. Beauvilliers fue el “restaurador” más famosos de su época. Para la Revolución todavía faltaba casi una década; la sociedad ya exigía un cambio, pero sus líderes no se darían cuenta a tiempo. Como muestra de esto, la palabra restaurante aparece en un decreto del 8 de junio de 1786 en el cual se autoriza a restauradores a recibir gente en sus salones y brindar una comida completa, una de las liberalizaciones económicas y sociales, no significativas, que intentaban, sin éxito, aliviar las tensiones imperantes.

Algunos de los restaurantes parisinos más icónicos de aquella época posrevolucionaria que todavía permanecen abiertos y en los que se puede respirar esos aires de una Francia ostentosa de principios del siglo XIX son Le Gran Véfour o La Tour d’Argent, donde, dice la leyenda, que a finales del siglo XVI el rey Enrique IV descubrió y luego, impuso en su corte: el tenedor. Se trataba de un utensilio vanguardista con la utilidad de que los señores no se mancharan su gorguera mientras comían.

Con la imposición del restaurante como nuevo modelo a seguir y lugar de la alta cocina, en la sociedad se modificaron, también, las costumbres en la mesa y el tipo de servicio. Hasta ese momento, las grandes fuentes con animales enteros se depositaban en el centro para que cada comensal se sirviera a su antojo, la comida estaba compuesta de varios “servicios” donde, en cada uno de ellos, la gran mesa se llenaba de platos en su centro: “servicio a la francesa”. Este modelo fue reemplazado por un servicio individual, en el cual la comida es servida y decorada en cada plato y presentada de forma secuencial a cada comensal.

Este nuevo servicio individual, llamado “servicio a la rusa”, fue tanto una exigencia comercial del restaurante para reducir su desperdicio como un requisito culinario para que los platos llegaran calientes y en su punto al comensal. El gusto triunfa sobre la vista, lo material sobre lo simbólico y la comida en sí misma toma más valor. El decorado perdió lugar frente a la necesidad de servir el producto en el mejor estado posible. La decoración pasó a tener preponderancia solo en los platos fríos. Además, la imposición de este nuevo servicio individual desembocó en la masificación del uso de la tríada de cubiertos actuales.

El inventor de la crítica gastronómica

Con esta democratización de la alta cocina e imposición del restaurante como concepto y espacio social-urbano de las nuevas burguesías, nació, también, la reflexión gastronómica: surgió tanto la crítica como la filosofía sobre el buen comer. No solo el acceso a la gastronomía pasó al espacio de lo público sino también la reflexión sobre ella. Jean Anthelme Brillat-Savarin, diputado en la Asamblea Nacional Francesa de 1789, publicó, en 1825, el primer tratado gastronómico, la primera reflexión fundamental científica y filosófica sobre la comida y la cocina, sobre el buen comer y su valor cultural: “Fisiología del gusto”. Según sus palabras, los cuatro requisitos que un buen restaurante debía gozar eran: un ambiente distinguido, un servicio amable, una cocina privilegiada y una bodega sobresaliente -prácticamente los mismos que reclamamos dos siglos más tarde-.

El otro gran símbolo de la literatura gastronómica de la época y quien inventó la crítica gastronómica moderna fue Grimod de La Reynière. Un bon vivant arquetípico de la París de principios del siglo XIX. Fue quien creó en 1803 el “Almanaque de los Golosos”, la Guía Michelin de su época. Los jurados degustadores comandados por La Reynière recibían productos, comidas, tortas, fiambres y platos de todo tipo tanto en la casa de La Reynière, sobre la rue de Champs Élysées, como en el local de algún restaurador amigo y allí, se sentaban, muy seriamente, a degustar, calificar y legitimar las creaciones y los nuevos productos que los comerciantes querían ofrecerle a la pudiente burguesía parisina. Aquello que calificaban se publicaba en el siguiente numero del Almanaque de los Golosos, el cual tuvo ocho entregas hasta el año 1812. El imparable camino de la gastronomía moderna había comenzado a paso redoblado gracias al nuevo Estado liberal imperante luego de la Revolución Francesa.

Juan Caparrós (publicado por Clarín el 01/10/2023)

Fuente: La revolución gastronómica: el salto de la cocina francesa del palacio y el nacimiento de los restaurantes (clarin.com)