Nadie ha nacido en Lampedusa en cuatro décadas. Podría ser el argumento de una nueva serie o el efecto de una maldición, pero aquí los problemas tienen un origen más prosaico. La isla que ha visto llegar en los últimos 25 años a decenas de miles de inmigrantes no tiene hospital. Las mujeres embarazadas se marchan a Palermo un mes antes de dar a luz. El Ayuntamiento, lamenta su alcalde, tiene que buscar a sus propias vecinas un apartamento a 200 kilómetros de casa mientras su población envejece y los inmigrantes pasan. Una ironía demográfica como tantas en la última frontera de Italia con África, un lugar que ayuda a descifrar lo que sucederá en el resto del país cuando cambia de dirección el viento en el Mediterráneo. Hace poco volvió a suceder.
Giovanni, un viejo pescador de 94 años, tocado con una gorra de cuero y un bigote blanco a lo Rainiero, lamenta que 200 inmigrantes tunecinos pasen el día vagando por la isla. Roban, se emborrachan, no tienen donde darla, gruñe exagerando el malestar. “El África negra no robaba”, masculla mientras construye cuidadosamente barcos de madera en su taller y observa, rodeado de redes de pesca, cómo se transforma la isla.
—Antes pescábamos atunes, aquí estábamos en primera línea… Ahora sacamos tunecinos. Nos estamos devorando, como los pulpos cuando se comen sus propios tentáculos. Europa desaparecerá.
El viento cambió aquí primero. Pero no tardó en llegar a Roma la brisa del miedo y el olor a rechazo que ha marcado una campaña electoral de tintes lepenistas. La estrategia de la tensión, cuidadosamente diseñada por un centroderecha sin demasiados argumentos políticos, ha borrado del mapa cualquier propuesta para una Italia que ha recibido en los últimos cinco años 600.000 migrantes. La falta de respuestas claras en la Unión Europea y una caótica gestión en la acogida —en muchos casos en manos del crimen organizado— han convertido la cuestión en el eje central de las elecciones del 4 de marzo. El 31% de los italianos cree que es el principal problema del país y el 64% opina que se ha gestionado pésimamente la crisis migratoria. Quien evite el tema no recibirá ni un voto.
Los áridos 20 kilómetros cuadrados de Lampedusa, una isla de 5.800 habitantes a 205 kilómetros de Sicilia y solo 113 de Túnez, explican con crudeza una cierta idea de Italia. En invierno, cuando se marchan los turistas, los vecinos sobreviven con el botín del verano. Quedan también 300 pescadores. Muchos han recogido los cadáveres de los más de 25.000 migrantes ahogados en el canal de Sicilia en los últimos 25 años. Aquí no hay agua potable, llega en barco y nadie se la bebe. Todo es más caro y hay poco trabajo, como puede apreciarse en los bares a media tarde. En temporada baja el avión de pasajeros es el que usa el correo postal, como la diligencia del Far West. Pietro Bartolo, protagonista del documental Fuocoammare, es el único doctor con plaza fija y en los últimos 30 años ha visto más cadáveres que un enterrador. Nunca fue fácil.
Pero hubo un punto de inflexión. El 3 de octubre de 2013, un pesquero que había zarpado de Libia pocas horas antes con 518 personas a bordo naufragó a pocas millas de la isla. Fue un caos, hubo negligencias en el rescate. Murieron 366 personas y la isla se volcó en la ayuda a los supervivientes. El mundo asistió conmovido a la entereza de un lugar cuya alcaldesa, Giusi Nicolini, exportó un emocionante mensaje de acogida en plena crisis de refugiados que replicaron tantos ayuntamientos en Europa. La regidora recibió al Papa, viajó a la Casa Blanca a entrevistarse con Barack Obama y fue aspirante al Nobel de la Paz. Había nacido una estrella.
Pero sus habitantes guardaban silencio mientras la isla se convirtió en el principal puerto de desembarcos de Italia en 2015 (hoy es el cuarto). Naufragaron decenas de miles más y el mar trajo a la orilla centenares de cadáveres. Queda de aquello un cementerio de cruces de madera sin nombre y un devastador descampado, en uno de los extremos de la carretera de 10 kilómetros que atraviesa la isla, donde se amontonan como cadáveres las barcazas de madera rescatadas. Hay restos de chalecos, botellas de agua con etiquetas escritas en árabe y trozos de ropa de miles de migrantes que siguieron llegando mientras la Unión Europea miraba hacia otro lado. Y entonces Lampedusa, desde el centro del Mediterráneo mandó otro aviso a Roma.
El año pasado Nicolini perdió estrepitosamente las elecciones frente a un candidato con un discurso mucho más duro contra la inmigración ilegal. Lo vivió con extrema amargura y se fue seis meses de la isla para evitar el rencor, recuerda sentada en un bar de la avenida Roma, recién llegada de un viaje por Uganda para estudiar modelos de acogida. “No perdí por la inmigración, fue una excusa para echarme. No les gustaba que hubiera normas, la legalidad que había traído”, señala en referencia a los presuntos chanchullos que había en la alcaldía de su predecesor. Fue una bandera del PD de Matteo Renzi, pero ahora el noqueado secretario general del partido no ha querido ni llevarla en las listas. ¿Qué ha sucedido entre medio?
—Mire, es más fácil entregar premios, que resolver problemas.
Salvatore Martello, su nuevo alcalde, recibe a EL PAÍS en su despacho, rodeado de todos los galardones humanitarios que consagraron al municipio durante aquel periodo. Los mantiene ahí, pero cree que forman parte de una imagen irreal que se transmitió al mundo. Pescador y empresario turístico, sostiene que los vecinos le han elegido para poner orden. “Tenemos peleas, borrachos cada noche, cuchilladas entre ellos. Si no se respetan las reglas se genera miedo. Y eso termina en rechazo. Nos han elegido para resolver los problemas de los ciudadanos, no para diseñar la política exterior de Italia”. Decenas de entrevistados para este reportaje le dan la razón.
El cambio de rumbo de Lampedusa anticipó otros gestos en Italia. Roma retiró el cartel de bienvenida a los refugiados y comenzó a desalojarlos de sus campamentos sin tener donde llevarlos. El rechazo, alimentado por partidos como la xenófoba Liga Norte o el ambiguo Movimiento 5 Estrellas, caló en los ciudadanos y en todos los partidos. Prendió el miedo y resucitaron movimientos fascistas en todo el país. Hubo agresiones en centros de acogida, desalojos propagandísticos. El Ministerio del Interior, con la vista puesta en las elecciones, firmó a mediados de 2017 unos acuerdos con Libia tan opacos como fructíferos que redujeron los desembarcos en casi un 40%: de 181.436 en 2016 a 119.369 en 2017. Era el camino.
Pero todo el plan se fue el garete cuando Luca Traini, un excandidato de la Liga Norte de 28 años, se subió a su coche el domingo 4 de febrero y disparó a 6 nigerianos porque le pareció que eran igual de negros que el supuesto asesino de una toxicómana blanca. Nadie del Gobierno fue a interesarse por las víctimas, cuyo nombre apenas trascendió. El partido fascista CasaPound, en cambio, desplazó ahí a su líder, Simone Di Stefano, para hacer un mitin contra la inmigración. Ganaron algo más de terreno. Salvini, un oportunista político que antes clamaba contra Roma y ahora contra los migrantes, se creció en campaña y Berlusconi puso sobre la mesa la expulsión de 600.000 inmigrantes. La cuestión se ha convertido, irremediablemente, en el eje central del discurso político. Para el 71% de los italianos, según el sondeo de La Repubblica tras el suceso, la presencia de extranjeros es demasiado elevada.
En las ONG que trabajan en Lampedusa creen que ni antes era todo tan bonito, ni ahora ha pasado a ser tan terrible. Alberto Mallardo, de Mediterranean Hope sostiene que algo sí ha cambiado en la isla. Tras los acuerdos firmados con Libia solo llegan tunecinos, a quienes es más fácil repatriar y no conviene tener desperdigados por Italia. Lo hacen directamente en pequeñas embarcaciones sin mediar ningún rescate marítimo. Ahora hay 200, pero el campo de la Cruz Roja, encajonado entre dos colinas, ha llegado a alojar a más de un millar. La retórica legal de la acogida impide que se les deje salir, pero también retenerles. De modo que se escurren por un agujero en la verja del campo bajo la mirada de la policía y de los responsables del centro.
Sami, Fahami, Nithal y Said pasan el rato en el banco de piedra junto a la iglesia. Desde ahí cazan el wifi de la parroquia. Ninguno tiene más de 25 años. Llegaron hace 20 días en un barquito de madera y el viaje quedó grabado en sus móviles, que agitan para demostrarlo. Están desesperados. “Esto es como Guantánamo. Nos tratan mal, siempre es la misma comida, nos echan somníferos en la bebida”, protesta Fahmi. La directora del centro, Camilla Giorgio, desmiente ese extremo y explica que el centro, pensado para estancias mucho más cortas que las actuales, asiste en todo lo que puede los recién llegados. Hace una semana una veintena de tunecinos se cosió la boca y se plantó delante de la parroquia para protestar.
El centro, al que no pueden entrar los periodistas, no gusta ni a las asociaciones que trabajan en la zona ni a Don Carmelo, el párroco de Lampedusa, de 37 años. Hombre de confianza del obispo de Agrigento, muy alineado con la idea del Papa sobre la migración, muestra en la parroquia el altar hecho con los restos de un naufragio sobre el que Francisco dijo misa cuando visitó en 2013 la isla. Como sucede en Ventimiglia, el extremo norte del embudo en el que se ha convertido Italia para los inmigrantes, su parroquia se ha volcado en ayudarles. “El Ayuntamiento ve el campo como una fuente de ingresos. Hay militares, policías, bomberos. Todo un negocio de la acogida que el Ayuntamiento no quiere perder. Pero el campo se ha convertido en un lager. Si tratas a la gente como animales, se comportarán como animales”. Una receta que servirá también para la Italia que llegará el 5 de marzo.
Daniel Verdú (publicado en El País el 18.02.2018)